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Violencia en entornos asistenciales e integridad cutánea: cuando las primeras víctimas son los profesionales.

 

Blas Blánquez

Blas Blánquez

Las agresiones a profesionales asistenciales en el transcurso de su quehacer laboral en el cuidado de pacientes es una fuente, frecuentemente infravalorada, de agresiones a la integridad cutánea, tanto en los profesionales como en los pacientes.

Uno de los mayores riesgos a los que estamos expuestos el personal sanitario, que de acuerdo con la evidencia ha ido en aumento en los últimos años, es ser víctima de algún episodio de violencia. Según datos del Observatorio de Agresiones del Consejo General de Enfermería, en el año 2022 hubo un total de 2.580 agresiones denunciadas frente a las 1.629 del año 2021; esta información representa un incremento del 58,38%. Es un fenómeno infranotificado, pero que ejemplifica la realidad y el riesgo creciente al que estamos expuestos el personal asistencial, especialmente en los servicios de urgencias, atención primaria y profesionales de salud mental.

El estrés y la sobrecarga asistencial, una comunicación deficiente, una experiencia del paciente insatisfactoria con expectativas no satisfechas o el uso (o abstinencia) de sustancias podrían ser factores que contribuyan a un aumento de estos episodios de violencia hacia el personal sanitario.

La violencia se manifiesta en forma de agresión, que pueden ser autodirigidas con autolesiones o bien dirigida hacia el medio o terceras personas. En los episodios autolíticos son frecuentes las erosiones, sobreingestas medicamentosas, ingestas de productos cáusticos o el politraumatismo por intento de suicidio por defenestración.

En cambio, en la heteroagresión, y concretamente la que puede ser dirigida al personal sanitario, suelen ser frecuentes empujones, contusiones y erosiones producidas por los golpes recibidos. No obstante, dependiendo del nivel de agresividad recibida, se podrían producir luxaciones, fracturas, traumatismos craneoencefálicos, o incluso lesiones por arma blanca o arma de fuego que podrían suponer un riesgo vital para cualquier persona. También es importante hacer mención al impacto psicológico que producen ser víctima de un episodio de violencia: el miedo, crisis de ansiedad, trastornos depresivos o el trastorno por estrés post traumático suelen ser secuelas frecuentes y duraderas.

Identificar los riesgos y prevenir estos eventos adversos para garantizar la seguridad de las personas es complejo y se ha convertido en un reto, y a su vez en una obligación, para las organizaciones. Es clave evaluar e implementar medidas preventivas en tres aspectos:

  • Gestión del entorno e infraestructuras: analizar las características del entorno para detectar acciones que puedan mejorar la seguridad. Mantener los espacios limpios, cuidados, ordenados y con mobiliario renovado son factores que pueden incidir en una menor tasa de episodios de violencia, así como su optimización y polivalencia de uso. A su vez, es importante realizar adecuaciones para aumentar y garantizar la seguridad, como por ejemplo guardar el material de curas (tijeras, pinzas…) en lugares que no sean de fácil acceso, posicionar los escritorios de los despachos que garanticen una línea de salida, crear sistemas de alarma, circuitos y protocolos de actuación ante una situación de riesgo o minimizar el uso de utensilios potencialmente lesivos, como colgantes de tarjetas identificativas o cuelgallaves que podrían utilizarse como armas de ahorcamiento.
  • Pacientes: identificar signos de alerta que pueden desencadenar una conducta violenta. Es importante detectar los llamados “desencadenantes” (o “triggers”, según terminología anglosajona) que son aquellos comportamientos o respuestas conductuales iniciales que pueden llevar a actos violentos. La inquietud psicomotriz, la elevación del tono de voz, una mirada fija y desafiante, tensión corporal, verborrea… serían ejemplos de primeros síntomas que pueden llevar a un conflicto inminente. Las personas con una tolerancia baja a la frustración, si a su vez está asociado a un consumo activo de sustancias, pueden presentar reacciones conductuales más impulsivas y con un mayor nivel de agresividad. Es importante detectar estos desencadenantes para poder llevar acciones proactivas que puedan evitar o minimizar el impacto de la conducta agresiva. También pueden ser de utilidad escalas e instrumentos que miden el riesgo suicida o de violencia para elaborar planes individualizados y con intervenciones precoces.
  • Profesionales: capacitación de los profesionales en comunicación y abordaje de situaciones complejas. Para ello resulta vital la formación y desarrollar habilidades de desescalada verbal que permitan abordar situaciones de agitación psicomotriz. Una comunicación empática, respetuosa y efectiva que permita afianzar la relación terapéutica y restaurar la confianza en el personal sanitario es la mejor herramienta para prevenir y resolver situaciones complejas con alto riesgo de violencia. En el caso que fuera necesaria una contención física por riesgo inminente de agresión, es importante tener conocimientos de inmovilización segura y sin daño para el paciente, ya que es el momento en el que aumenta el riesgo de lesiones para la persona; suelen ser frecuentes las contusiones, luxaciones de articulaciones y fracturas. La contención física y mecánica son medidas de último recurso a aplicar cuando se han agotado el resto de alternativas de abordaje posible; son situaciones que deben evitarse al máximo, ya que, además de ser un procedimiento que por sus propias características y complicaciones potenciales incrementa los riesgos para la seguridad del paciente, también aumentan el riesgo de agresión y lesiones a terceras personas.

Las lesiones derivadas de episodios de violencia no únicamente las padece el paciente o los profesionales que han intervenido directa y activamente en el incidente traumático. Estos episodios también pueden tener un impacto emocional en otros profesionales por el mero hecho de presenciarlo. Son las denominadas segundas víctimas en salud y los profesionales afectados pueden experimentar consecuencias psicológicas, caracterizadas por el miedo, ansiedad, sensación de culpa, disminución de confianza en su desempeño profesional o síntomas de estrés postraumático. Es fundamental que las segundas víctimas reciban el apoyo profesional adecuado para lidiar con el trauma, lo cual puede incluir asesoramiento, servicios de apoyo emocional y programas de apoyo al personal por parte de las organizaciones.

La violencia, por desgracia, es un fenómeno cada vez más presente en los servicios de salud, al cual los profesionales están cada vez más expuestos. Promover una cultura de seguridad y de mejora continua en el entorno de la atención sanitaria puede ayudar a reducir el riesgo de episodios violentos, realizando análisis causales de los eventos reales o potenciales detectados, capacitando a los profesionales en habilidades comunicativas que fomenten la relación terapéutica y garantizando el apoyo adecuado para aquellos profesionales que han sido víctima de algún evento adverso.

 

Blas Blánquez, Enfermero
Supervisor de Enfermería en Benito Menni CASM.
Sant Boi de Llobregat. Barcelona

 

 

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